sábado, 17 de octubre de 2020

Pascuas en el pueblo.

Hace un frío que pela en el monte, el mismo frío o más que en el seminario. Pero sarna con gusto no pica y, con la Beretta en mano y dos conejos bien encañonados, la temperatura no importa. Tan solo el vaho que sale de mi boca se interpone entre el rabicorto y yo. 

Disparo, el conejo cae y el perro lo cobra. 

A padre no le gusta cazar, por eso siempre voy con el tío Bandera cuando vengo de permiso; tiene cuatro hijas y a ninguna le gusta la caza. No sé por qué le pusieron de mote Bandera, pero es un mote propio, no lo ha heredado como nosotros el nuestro. En el pueblo somos los Camorra, por mi abuelo, que al parecer vino de la guerra algo sonado y buscaba siempre jaleo. La Beretta era suya, pero mi abuela se la escondió. Sus razones tendría.

Qué contenta se ha puesto madre con los tres conejos que he traído, pero más contenta todavía se ha puesto con la perdiz que escondía en el morral. Seguro que hoy es el último día que la veo reírse, porque en cuanto pase el día de los Reyes me volveré al seminario. Ella ya ha empezado su dramática cuenta atrás y eso que esta noche es Nochebuena. 

A ver si cayera una nevada tan grande sobre los tejados del seminario que se hundieran encima de los frailes y no tuviera que volver. Padre dice que si no fuera por los frailes ni Manuel Patarrilla ni yo podríamos estudiar, que tuvimos suerte cuando el cura del pueblo nos escogió de todos los muchachos de la escuela para ir a San Francisco. Suerte tienen los que se han quedado en el pueblo, con sus padres, con sus hermanos y los olivares, que cuando vas temprano, antes de varear, siempre hay algún conejo despistado al que echarle plomo, y si se te cruza la liebre, ya has echado la mañana.

Esta mañana hemos ido a varear. Padre está poniendo las mantas debajo de las olivas y me ha pedido que encienda un fuego, hace frío y luego habrá que almorzar.

Mientras intento que se prendan las ramas le cuento lo difícil que son las matemáticas y el latín, y que hay que leer muchos libros, que son muchas asignaturas, cada una más difícil que la anterior, y que los frailes no ayudan ni lo ponen fácil. Padre me mira, sonríe y me dice que para asignaturas difíciles la de encender hogueras, pero que siga practicando, lo mismo que con las del seminario.

Andrés el taxista es el que nos lleva al seminario al acabar las Pascuas. Con nosotros regresan también unos cuantos muchachos de los pueblos de alrededor. Nos hace salir bien temprano, dice que hasta El Pardo hay muchos kilómetros y esos días hay mucho movimiento de coches.

El jersey de lana tejido por nuestras madres y lo apretados que vamos en el taxi hacen que pasemos un viaje bien caluroso a pesar del frío de enero. Y al final del camino, la mole de piedra, los frailes esperando. 

Empieza mi cuenta atrás, hasta Semana Santa.



lunes, 11 de mayo de 2020

Membrillos y croquetas

Ya hemos llegado. Ellos han oído llegar el coche y ya salen a la puerta, da igual que sea de noche, que llueva o que haga viento. Siempre salen a recibirnos, con los brazos abiertos, con una tremenda sonrisa, casi emocionados.
La abuela ha hecho croquetas, huele toda la casa. Las croquetas de la abuela son más alargadas de lo normal, las hace con sus manitas plagadas de artrosis, como si fueran dos pequeñas herramientas cóncavas que provocan este molde alargado que culmina en la croqueta más deliciosa que jamás probaré.
El abuelo nos enseña su último invento. El membrillo que da peras. Saltamos y reímos alucinados, como locos,  gritando al aire “¡un membrillo que da peras ja ja ja!”
Pronto sale mi abuela al oír el alboroto y como quien dice cualquier cosa insustancial, le dice al aire “ahora las peras están ásperas como membrillos y los membrillos gotean como peras”.
Nos quedamos un poco chafados, la abuela tiene estas cosas. Es como una pequeña impronta que le obliga inconscientemente a afear todo lo que hace el abuelo. Pero el abuelo se ríe y, como si no hubiera escuchado nada, nos dice: pues ya veréis cuando probéis los melocotones que le he injertado al ciruelo, se deshacen en la boca…
Y con una sonrisa socarrona saca su pequeño monedero y nos da una moneda de veinticinco pesetas. Nos arrojamos a su cuello y le inflamos la mejilla de besos.
Luego cenamos croquetas y la abuela saca de su escondite una caja de Surtido Cuétara, el paraíso de las galletas. Nos quedamos medio dormidos viendo el 1, 2, 3… y como por arte de magia aterrizamos en nuestras camas. Las mantas pesan, nos aplastan y nos sumergen en un sueño profundo.
El membrillo sigue dando peras, fuera en el corral. El abuelo no puede verlo porque murió hace unos años y la abuela tampoco, porque lleva encerrada dentro de casa cuarenta días. No entiende muy bien lo que pasa, pero sigue estrictas órdenes de sus hijos.
Sentada en su sillón de oreja la abuela regaña al abuelo, él ya no está, pero le cuenta todo lo que sale en las noticias y le pregunta que si tiene las mascarillas que se ponía para fumigar los frutales, que no las quiere para ella porque no va a salir, pero que alguien podría necesitarlas, que no sea ruin y se las de a esa vecina joven que le trae la compra. El caso es regañar al abuelo.
No sabemos si tenemos padres o no, desparecieron cuando olimos las croquetas, cuando bajamos del coche, cuando corrimos a los brazos de los abuelos, que son duros por fuera pero se deshacen por dentro. Como los membrillos. 

viernes, 10 de abril de 2020

La Vaquería

El pueblo se formó después de la cuarentena.

Al Gobierno se le ocurrió repoblar pueblos abandonados, arreglar las casas, adecuar servicios e instalaciones y hacerlos de nuevo sitios habitables y además funcionales. Pueblos que contaban con todos los recursos para poder trabajar, montar empresas, bien comunicados.

En principio los pobladores serían gente joven, o de mediana edad que necesitaban empezar de nuevo. Sobretodo gente con familia que habían perdido sus trabajos durante el estado de alarma, no habían podido pagar sus casas y habían sido desahuciados. También habría casas para médicos, maestros, policías y demás funcionarios esenciales que quisieran optar por cambiar de vida tras la crisis del COVID-19.

No tenía muy claro de dónde era Fermín el de la vaquería. Yo llegué con mis padres cuando tan sólo tenía cuatro años, por lo tanto el pueblo era todo lo que había conocido y él ya estaba allí. Estaba en mi vida desde siempre.

Tras la crisis del virus la gente se volvió más respetuosa con el planeta y muchos optaron por los productos ecológicos, por compensar a los pequeños agricultores y ganaderos que en tiempos de confinamiento tanto habían hecho por la población. Fermín montó la vaquería.

Siempre comprábamos allí la leche de sus vacas. Fermín y sus empleados se encargaban del mantenimiento de las vacas y de la producción de la leche. También hacían derivados lácteos de todo tipo, quesos, yogures, cuajadas. El paraíso de la lactosa.

Fermín atendía directamente al público, le gustaba estar en el mostrador de la tienda y charlar con gente.

Todas las personas vivíamos sensibles a los virus, bacterias, gérmenes. Yo ya me había criado en este ambiente de respeto al “enemigo invisible” pero al parecer antes las cosas no eran así. La gente no se lavaba tanto las manos, no se tapaba la boca al estornudar, ni reparaba en lo que había tocado o había dejado de tocar.

“Si no fuera por Pasteur nos habríamos extinguido hace mucho”. Era lo que Fermín siempre decía cuando alguna persona se sentía insegura al comprar leche en su establecimiento. “Tranquila, mujer, Pasteur no defrauda. Lo tiene todo controlado, no encontrarás ni un solo un bichito malintencionado en nuestros productos”. Y se reía con la boca bien abierta y con las manos hacía un gesto como si tuviera unas antenas y fuese invadiendo alguna superficie inmaculada.

Era un tipo bonachón y risueño, me gustaba que nos hablara de Pasteur, de verdad que lo admiraba. Una vez le pregunté que por qué no se había hecho químico o biólogo. Me respondió con una risotada “eso habría estado bien,  muchacho, pero que muy bien” y respiró hondo mientras una lagrimillita diminuta asomaba por su ojo derecho. Él pensó que no, pero yo la vi.

Mi madre llegó con la noticia, Fermín estaba en la ciudad ingresado en el hospital, al parecer una enfermedad respiratoria muy grave que sufrió hace años le había dejado los bronquios algo comprometidos y ahora sus pulmones acusaban aquel deterioro. Fermín estaba dejando de respirar.

Una mañana gris y lluviosa Fermín respiró por última vez. El entierro sería al día siguiente, en el cementerio del pueblo. Fermín no tenía familia, así que quitando los del pueblo no seríamos muchos en el cortejo fúnebre.

Camino del cementerio no pude creer lo que veía. La entrada estaba plagada de coches oficiales de los que se bajaban hombre con trajes de chaqueta y abrigos largos, mujeres de negro con gafas de sol negras también, Coroneles del Ejército y demás personajes que parecían sin duda altos cargos institucionales. Hasta que lo vi a él. Iba con su mujer, acompañaban al Presidente del Gobierno y su séquito.

El Presidente del Gobierno durante la crisis del COVID-19 tenía cara triste, se le veía visiblemente envejecido a comparación de cómo lo veíamos en los libros de historia.

El actual Presidente se irguió solemne junto al nicho de Fermín:

- Este es un día triste para todos. Fermín Saler de Lizana luchó con todo su conocimiento y todas sus fuerzas para salvarnos del COVID-19. Lo hizo bajo una presión incesante y a contrarreloj. Finalmente, como todos sabéis, él y su equipo consiguieron aislar los anticuerpos que dieron paso a la vacuna contra el COVID-19. Decidió después retirarse a este pueblo donde espero que viviera feliz todos estos años. Gracias Doctor Saler, la humanidad estará siempre en deuda con usted. Buen viaje.

Resultó que Fermín el vaquero no tenía nada que envidiarle a Pasteur.

Pascuas en el pueblo.

Hace un frío que pela en el monte, el mismo frío o más que en el seminario. Pero sarna con gusto no pica y, con la Beretta en mano y dos con...